En “EL CANTO DEL CISNE”, estudio dramático de Antón Chéjov, vemos a una vieja actriz el día de su despedida de los escenarios, al final de una última función benéfica. En la celebración posterior bebe y bebe, quedándose dormida en camerinos siendo dejada allí por todos, olvidada en ese rincón. Cuando despierta, y creyendo ver fantasmas, presencias o ángeles, que vienen a buscarla desde el escenario, recuerda entre luces y sombras sus épocas de actriz de éxito mezclando personajes jamás representados por ella; momentos de euforia y melancolía que la van acercando, como en un juego de espejos, a la verdad última: la muerte. Llega para ella “EL CANTO DEL CISNE” en donde por primera vez se atreve a confesar sus vivencias, su miedo al fracaso, el estado de tensión permanente que se vio obligada a ocultar. Las palabras salen como a borbotones, atropellándose unas a otras, sin pararse a pensar en lo que se está diciendo, con el dolor y al mismo tiempo el sentimiento de liberación propio de un ser humano que se está deshaciendo de un peso que oprime el espíritu. Y cuando la tormenta estalla, en vez de admitir su implicación emocional en lo ocurrido, la vieja actriz ve los hechos pasados desde la distancia, como si fuesen ajenos a ella. Pero en ese ritual final, procesión de máscaras y personajes, como si de un carnaval de muñecos rotos se tratara, la vieja actriz montada en una carroza roída por la herrumbre del tiempo, todavía exclama: …”no hay que llorar…donde haya arte, donde haya talento, allí no hay vejez, ni soledad, ni enfermedad… y la muerte misma no vale gran cosa…”
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